País de espurios |
La “legitimidad de ejercicio” invocada por la derecha pretende encubrir la primacía de los intereses personales |
La segunda vuelta del juramento de Obama ante el presidente de la Corte, al día siguiente de su asunción, sugiere un cuidado escrupuloso de los requisitos legales necesarios para el ejercicio del poder. Contrasta con el desaseo manifiesto en la elección de su antecesor, inicio de la secuela de crímenes y mentiras que marcaron su desempeño. La legitimidad es la calidad que adquieren los actos ejecutados “conforme a las leyes”, que así devienen “ciertos y genuinos”. En lo concerniente a la autoridad pública —ya se trate de legitimidad monárquica o democrática—, encierra un sistema de valores. Como sugiere Rodrigo Borja: “Es la credencial ética para mandar y ser obedecido”. Contrario sensu, la ilegitimidad original del poder induce a la degradación de la autoridad pública: la instauración del “haiga sido como haiga sido” en todas las esferas de su ejercicio. En cambio, el no reconocimiento de los falsos títulos que recubren a los gobernantes de facto es expresión de dignidad ciudadana y plataforma para la restauración de la moral republicana. El debate suscitado por Martha Anaya sobre el fraude del 88 no es curiosidad arqueológica, sino vehículo de salud pública. La aparición de Carlos Salinas en defensa de una causa perdida exhibe por igual el placer de las candilejas que un cinismo fundacional. A sabiendas de que miente, emplea el más falaz de los argumentos: que las actas depositadas en el Archivo General de la Nación prueban su triunfo. Pretende refutar el dicho de un antiguo colaborador en sus dos vertientes: que “nunca se conocieron los recuentos de las casillas” y que “el PAN aprovechó la debilidad de Salinas y forzó un acuerdo para que el PRI gobernara con su programa”. Ambos hechos irrefutables sobre los que se erige la perversidad de nuestro presente político. En su Radiografía del fraude, el científico José Barberán describió la “operación de emergencia y cirugía mayor” iniciada el 6 de julio y efectuada durante los ocho días posteriores “por todos los aparatos del Estado: las dependencias y organismos descentralizados del Ejecutivo, los gobiernos locales y las organizaciones corporativas del partido oficial”. Las actas invocadas no dan constancia veraz de lo ocurrido por la simple razón de que casi todas fueron falsificadas. Las boletas incineradas hubiesen sido más reveladoras, aunque muchas de las auténticas habían sido destruidas o reemplazadas. Ahora ha quedado al descubierto la anuencia de las oposiciones: una disfrazada de “limpieza”, en busca de incrementar el número de escaños, y la otra en la conquista del poder real, bautizado como “victoria cultural”. La frase de Castillo Peraza, “no importan los números sino la ideología”, recuerda la adhesión demócrata-cristiana a Pinochet e ilustra tanto la falsedad de una prédica redentorista como la catadura moral de su discípulo predilecto. Las negociaciones particulares de otras cúpulas partidarias, estimuladas por la defección de quien había sido electo por el pueblo, fueron señal indiscutible de la escasa prioridad que conceden al estado de derecho las izquierdas acomodaticias. La “legitimidad de ejercicio” invocada por la derecha y la legitimidad diferida, que en los hechos practica la izquierda, son dos variantes para encubrir la primacía de los intereses personales, económicos o doctrinarios sobre el respeto a la ley. Consagran además un adefesio teórico que ha lastrado la historia nacional: la Constitución es un programa, y su cumplimiento, aspiración de futuro. A pesar del esfuerzo ciudadano y de los avances liminares de nuestra transición, el reparto impúdico del poder entre los actores y el abandono de la reconstrucción democrática nos han precipitado en la más amenazante de las decadencias: aquella que instaura la falsedad como razón de Estado. Sus vástagos consentidos: la corrupción, la impunidad y el cautiverio de las instituciones. En un libro imprescindible, País de mentiras, Sara Sefchovich formula un recuento abrumador de las modalidades del engaño consustanciales a la acción política. Escribe: “Después de este recorrido, la única conclusión posible es que en este país la democracia no existe”. Y añade: “El poder es un sistema autónomo, sostenido en su propio ejercicio”. “La democracia no es entre nosotros una cultura, es una simulación”. Afirma: en México “no queremos recordar. Hay una cómoda desmemoria colectiva que permite que vuelvan a suceder cosas que ya sucedieron”. Primero como tragedia y luego como farsa, diría Marx. Para evitar esa circularidad de la historia, sería menester abolir el país de espurios. Sería imprescindible reemplazarlos pacíficamente para edificar sobre sus escombros una constitucionalidad verdadera. |
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